De fisgona en el gimnasio

El otro día fui a un gimnasio por motivos de trabajo. Debo decir la verdad, creo que nunca había entrado a un gimnasio de verdad. Me tocó ver un par hace ya muchos años, de esos que pertenecen a clubes deportivos y nadie usa, pero nunca había estado en un gimnasio funcionando.

Sí, soy floja y lo que quieran, pero el culto a la belleza nunca se me ha dado, mucho menos socialmente. Creo que si alguien quiere cuidarse y estar en forma, hay muchas formas menos torturantes que entrar a un lugar donde todo mundo se está viendo entre sí.

Las poses, la forma de caminar, la ropa pegada, las flexiones... más de una vez me dieron ganas de tirarle algo a la gente mamona que se contoneaba mucho más de lo que se ejercitaba.

Lo peor es que la gente mamila estaba acompaña de un ambiente mamón: en todo el gimnasio resonaba música de antro fuertísima, mucho pop electrónico sospechosamente gay.

Me preguntaba en qué momento se apagarían las luces y bajaría la bola disco para que los mayatitos se pusieran a bailar entre sí.

Sí, había algo sospechoso en los hombres del gimnasio, demasiado preocupados por cómo se veían, arreglándose el cabello, tocándose los músculos, mirando más a otros hombres para compararse (ajá) que para ver a las chavas.

Ahora entiendo porqué dicen que el gimnasio es el templo gay.